Tenía nombre extranjero, los ojos del mismo color que yo y un año menos. También había conseguido premios literarios a los que yo me presenté, había viajado más que yo, era más guapo y seguramente tenía más mujeres. Sin duda tenía una vida más interesante que la mía. Aparecía en entrevistas en las contraportadas de los periódicos, en los magazines. Pese a su juventud ya era un consagrado escritor, algo que yo había anhelado desde que tenía uso de razón y me mandaron escribir una redacción en el colegio sobre lo que veía cuando me asomaba a la ventana.
Vivíamos en la misma ciudad y un
día lo vi por ahí de fiesta, era de madrugada. Yo estaba terriblemente
borracho, dándome de golpes contra las paredes, y él rodeado de acólitos y
alcohólicas que le reían las gracias y asentían, a cada palabra, un nuevo
brillo en su mirada. Fumaba rubio caro y él también era rubio, con breves
bucles que se colocaba detrás de sus grandes orejas y a pesar de ser
barbilampiño, sus patillas se alargaban hasta la barbilla, terminando en una
perilla que sólo cubría su mentón. A mí me vino una basca y quisieron los
dioses que la arcada me accediera en un altillo que tenía el bar. Volcado sobre
la balaustrada, apunté directamente a su cabeza, justo debajo, sabiendo de
antemano que salpicaría a sus amiguitas, que por supuesto no tenían ojos para
mí hasta que les llovió sobre sus brillantes cabelleras, lavadas aquella misma
tarde, mi vómito de poema, apenas masticado ni digerido.
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