La escultórica opulencia de las profundidades cuestiona alusiones a ecuaciones educativas quijotescas
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7 oct 2013
3 oct 2013
Trabajos vespertinos
El otro día, los enciclopedistas Jerónimo Hernández y
Rodolfo Millugares, notificaron a la comadreja etílica (simple y facilota), por
medio de una circular de la oficina, que se disponían a hacer llegar al famoso
escritor de sonetos palentino el resultado de una tarde de alucinación y
trabajo duro. Prestamente, la eficiente secretaria se puso en camino y entregó
al peculiar ser ―estuvo esperando tres horas en el descampao de enfrente de su
casa de adobe hasta que lo vio llegar en su jaguar verde― el soneto que sigue:
Están ciegos los libros de tu casa,
novelas, poemarios, los ensayos.
novelas, poemarios, los ensayos.
Confunden los noviembres con los mayos.
Mira. Es terrible. Yo no sé qué pasa.
Te lo has tomado a chirigota y guasa:
Mientras pides una ración de callos
me has dejado a los pies de los caballos,
solo, perdido y tan lejos de casa.
Las faldas bañadas grises verdean
cantos sonoros arrastran arroyos:
mapa bucólico o niños que mean.
En el bar con pajarita los pollos,
tú no te das cuenta y ellos corean:
oreja, jeta, chorizos criollos!
La pretensión de Hernández y Millugares, según la circular,
es que el cerrateño «nos dé su opinión y le ponga título». En la oficina,
esperamos que nos llegue su respuesta.
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El poeta de moda (versión 2007)
Tenía nombre extranjero, los ojos del mismo color que yo y un año menos. También había conseguido premios literarios a los que yo me presenté, había viajado más que yo, era más guapo y seguramente tenía más mujeres. Sin duda tenía una vida más interesante que la mía. Aparecía en entrevistas en las contraportadas de los periódicos, en los magazines. Pese a su juventud ya era un consagrado escritor, algo que yo había anhelado desde que tenía uso de razón y me mandaron escribir una redacción en el colegio sobre lo que veía cuando me asomaba a la ventana.
Vivíamos en la misma ciudad y un
día lo vi por ahí de fiesta, era de madrugada. Yo estaba terriblemente
borracho, dándome de golpes contra las paredes, y él rodeado de acólitos y
alcohólicas que le reían las gracias y asentían, a cada palabra, un nuevo
brillo en su mirada. Fumaba rubio caro y él también era rubio, con breves
bucles que se colocaba detrás de sus grandes orejas y a pesar de ser
barbilampiño, sus patillas se alargaban hasta la barbilla, terminando en una
perilla que sólo cubría su mentón. A mí me vino una basca y quisieron los
dioses que la arcada me accediera en un altillo que tenía el bar. Volcado sobre
la balaustrada, apunté directamente a su cabeza, justo debajo, sabiendo de
antemano que salpicaría a sus amiguitas, que por supuesto no tenían ojos para
mí hasta que les llovió sobre sus brillantes cabelleras, lavadas aquella misma
tarde, mi vómito de poema, apenas masticado ni digerido.
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