El olor a yodoformo, acaroína, desinfectantes varios y
acetonas, hacía que pareciese que entrábamos a un hospital de los años
cincuenta, sin embargo, las moderneces decorativas, el mobiliario de diseño (de
un diseño) de las salas de espera y las consultas, pusieron nuestros pies en la
época presente: los llaman centros de salud, ahora. El poeta Juan José
Mediavilla, seriamente enfermo, pedía y necesitaba atención profesional debido
a un buey que se le había metido en uno de sus ojos (azules como el blues): sufría,
y justo hacía poco que le habían dicho que su sufrimiento era la medida de
todas las cosas (él, que era poeta, que creía que era el amor la medida. Bobo,
le llamé mascullando, pero sé que me oyó).
Decir que durante la espera conocimos a dos personas, a mi
parecer, dignas de un artículo en la enciclopedia, pero cuando escruté la cara
del profesor Mediavilla, me la encontré medio tapada por una de sus manos, con
lo que no supe interpretar el gesto. De todas formas, tomé apuntes, visuales y
escritos, y en la próxima junta ordinaria dilucidaremos la cuestión.
A lo que vamos. Borrachos de éter entramos a la consulta:
cinco enfermeras, dos médicos. Una tenía un blog de maquillajes y sombras, la
otra el pelo rizado, la siguiente un lunar en la palma de la mano, la cuarta un
ojo de cada color, y la última cinco dedos índices en cada mano. No hay
recuerdo de sus caras ni, por supuesto, de sus nombres. Los médicos, colegiados los dos. Vi el terror
en los ojos del famoso crítico literario Juan José Mediavilla, se mascaba la
comedia. Les intentó decir quién era, lo que merecía y lo que necesitaba, pero
en esos casos los profesionales mandan, y de nada vale la vergüenza ni en
pudor. Los médicos ordenaron, las cinco procedieron. Vi a la jauría cernirse
sobre mi pobre compañero enciclopedista, que lloraba. Ni siquiera pude
agarrarle de la mano para darle ánimos, todo él era para ellas. Todo él ya se perdía
en la bruma.
Cuando salimos, me dijo que quería mirarse en un espejo, así
que entramos en una tasca, pedimos las bebidas y nos metimos al baño. Entre las
manchas de la plata oxidada, se miró a los ojos durante al menos diez minutos,
al transcurso de los cuales solo pronunció: seres innombrables, querido
Rodolfo, y me miró a través del espejo, y vi sus ojos blues, y sonaba un blues.
Nos besamos lentamente. Cuando salimos, el hielo de las bebidas se había
consumido.