5 nov 2013

H2O2


            Apagó el transistor y se dejó mecer de nuevo en el baile de la silla. El llegaría  pasadas unas horas. Estirándose ajustó su postura, cruzó las piernas y recostó los finos brazos, aplastó el cojín sobre el izquierdo y creyendo estar despierta soñó un rato.

            Esa noche, puede que en ese mismo barrio quizá en el momento en que el cojín arrugado soportaba más peso, un camión de la basura se afanaba rápido. Llovían goterones, enormes, golpeaban los cristales y las puertas, las antenas. Algunos se deslizaban por las cornisas hacia algún cable o desagüe. Reencontrándose a veces, volvían a dejarse aplastar, ahora contra el chubasquero de Antonio, o sus guantes, puede que alguno sorteara exitoso varios ángulos (ayudado por la ventisca) y le cayese en la frente. Muchos no.  

            Mientras se levantaba del sofá (el cómo habría llegado no pareció importarle) intuyó a Antonio tirado en la alfombra, ya eran las 04:00, tenía la cara mojada y vestía de calle. El también dormía, lo supo por el ronquido silencioso que hacia vibrar los pelos de su tupido bigote. Pasó cuidadosamente la pierna por encima de su cuerpo y dio un paso, lo dejo ahí. Caminando hacia el baño creía continuar su pequeña rutina nocturna; lavar la dentadura, dar lustre a los zapatos, retirar la ropa y enfundarse un camisón de tres botones, siempre dejaba dos abiertos. Para después tumbarse boca abajo en la cama e ir girando cuidadosamente la cabeza para dejar espacio a la punta de la nariz mientras se quedaba dormida.

            Pero no encontró sus dientes, ni siquiera la puerta del baño, ahora el espejo se interponía entre ella y los botones, llovía en el pasillo y veía gigantes gotas caer sobre Antonio, que con los ojos abiertos y mudos se dejaba sumergir en aquel torrente que en unos segundos inundó el salón, reventó la puerta y afluyó con el agua arremolinada del pasillo. La tromba se precipitó a la calle a través de cada hueco y rendija, rompió ventanas y destrozó la puerta de entrada. Vio como el pelele cuerpo de su marido era arrastrado junto a esos libros no leídos, estanterías, las tazas de té rotas, fotos de la comunión de los hijos de sus vecinos, entre borbotones y remolinos la basura, un pie, después unos zapatos, la ropa de cama del altillo y también su dentadura. Todo se precipitó sin remedio.

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